Isaak Bábel, el gran escritor ruso, decía: “el verdadero rostro de un pueblo es el mercado. Es lo primero que piso cuando llego a algún lugar. Me basta observar qué venden y cómo lo venden para saber qué clase de gente vive allí”.
Yo hago igual. Para mí, visitar un mercado es tomarle el pulso a esa ciudad. Es mirar en sus entrañas. Escuchar sus latidos. Comprobar si son gente limpia y ordenada. Y de todos los visitados y conocidos, el Mercado de abastos de Cádiz es mi favorito.
Cuando se accede a su interior, se entra en una plaza con un peristilo de columnas dóricas que me recuerdan a la ateniense Estoa de Átalo.
Dentro, una sucesión de puestos me muestran la pulcritud de las instalaciones y el buen hacer de sus trabajadores. No hay moscas. El género está perfectamente expuesto. Da igual que sean sandías de Chipiona o langostinos de Sanlúcar.
A veces, algún puesto te sorprende con un par de excelentes ejemplares de morenas que aunque muertas, todavía me generan un escalofrío en la piel.
Huele bien y los productos hablan de la diversidad de las huertas y de las aguas que los atesoran.
Soy feliz allí. ¿Cómo no serlo, si además la plaza porticada lleva el nombre de Plaza de la Libertad?